jueves, 18 de diciembre de 2008

Pereza















Me invade la pereza. Pronto pasearé a mi perruca como la señora de la foto. Supongo que me pesa el curso. Necesito vacaciones. El trabajo, siempre más complicado al llegar estas fechas, me cansa desproporcionadamente. Me agota. Estás mayor, me digo. Y, al mismo tiempo, siento que me tizna una cierta melancolía navideña de la que intento escapar a brazo partido. Y sé que es eso lo que me pasa. Sé que no bastaría con tomar complejos vitamínicos, como suelo hacer en primavera y en otoño. Recuento de bajas, ya se sabe. Inventario de ausencias. Catálogo de pérdidas que ya no son, como fueron, amputaciones. Que son ya, solamente, como esas punzadas familiares que nos avisan de los cambios de tiempo. Cambios de tiempo. Me obligo a no mirar atrás. Miro las luces de navidad en las calles, los escaparates, el trasiego de vehículos, las aglomeraciones en los comercios, la lluvia empapándolo todo, sacándole brillo a la acera. Miro las cosas útiles, y algunas cosas únicamente bellas, que no me decido a comprar para obsequiar a mi gente. Huele a castañas asadas. Lo miro todo y palpo que por detrás, o por debajo, no sé, de todo eso, hay verdad. No sólo el significado que tiene para los cristianos (yo no lo soy), que no es poca cosa. Me refiero a algo que conmueve a todos y que se parece a la ilusión de los niños. Así de simple. Algo que reconforta. Me gusta la navidad, pienso. Ha vuelto a gustarme. Cambio de tiempo. Cambio de cromos. En la Plaza Nueva. Santo Tomás. Me doy permiso para disfrutar. En casa, a la mesa, abriendo los regalos. Juntos. He ido llegando a comprender que algunas pocas cosas son nuestro anclaje a la tierra. Y están bien. Y es lo que queda, al final. Es lo que tienes. (Y siento el alivio de haberme despojado de unas cuantas ideas muertas, rémoras pesadas, tristes anacronismos cincelados en la adolescencia atolondrada de los movimientos contraculturales). Me invade la pereza, sí, pero no me dejaré vencer por la tristeza. La sacaré de aquí a manotazos. De hecho, disfruto de las vísperas, de los preparativos, como nunca antes. Y, además, este año, por primera vez, he conseguido tener vacaciones a la vez que Ana, que es profe (no sé si lo había dicho). Así que van a ser unas maravillosas "vacaciones escolares", por si aún me faltara algo para acabar de "reconciliarme" con las navidades. Con esta agridulce celebración de estar vivos. Con la vida.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Callos



















El domingo celebramos el cumpleaños de Luisa. Nos reunimos en el "txoko" de casa (un espacio habilitado, en la planta baja, exclusivamente para juntarse a comer. Con cocina, comedor y aseo. Algo común en muchas viviendas vascas. Fijación oral. Cosas de nuestro proverbial culto a la andorga. Materia, entre otras singularidades menos simpáticas, para el psicoanálisis colectivo). Y dimos cuenta, como plato fuerte, de una inmensa cazuela de callos. Aún ahora, al teclearlo, estoy a punto de ahogarme en mis propias babas. Lo chocante es que, esa cumbre de la gastronomía mundial, había sido trabajosamente elaborada por la propia homenajeada, en un laborioso proceso de varios días de duración que comenzó, hace una semana, con la visita al carnicero del barrio, a la búsqueda del género más fresco. "Ella disfruta haciéndolo", solemos decirnos. Pero también, estoy seguro, aunque lo callemos, todos pensamos que no es trabajo ya para su edad. Y ella pensará, seguramente, que el día en que no pueda hacer unos callos, apaga y vámonos. Así es que, en ese delicado equilibrio de silencios y sobreentendidos, seguimos chupándonos los dedos un año más. Y ella nos mira comer embobada, sin poder quitarse de los labios la sonrisa, entre incrédula y halagada, ante nuestras sinceras alabanzas: "están en su punto, Luisa, mejor que nunca". Porque Luisa es una mujer que nunca se acaba de creer lo buena que es queriendo, lo bien que le sale eso, de puro natural que lo ve todo, sin encontrarle el mérito al asunto. Le he sacado varias fotos con ese mohín suyo, pensando en lo triste que resulta sacarle fotos a alguien mientras piensas en lo triste que será verlas cuando ella no esté. Mi melancolía es autónoma, no puedo frenarla. Pido disculpas. Llovía a mares (lo alego como atenuante), en uno de los días más fríos y oscuros que recuerdo. Pero nosotros, a la mesa, nos sentíamos luminosos, con esa luz de los domingos infantiles, felices de la autenticidad, la sencillez y la emoción de estar juntos, comulgando una humilde cazuela de callos. Luisa es la madre de Ana y cumplía setenta y ocho años. Comete el sacrilegio de ponerle un poco de tomate a la salsa vizcaína, pero el milagro final es que ni se nota. Y sí, la quiero.