martes, 18 de noviembre de 2008

Pasado



Todo empezó con los rituales de difuntos. Cada noviembre, a pesar del número creciente de familiares fallecidos, me las ingenio para escabullirme. Odio las muchedumbres. Y las ceremonias. Ana me ayuda a desentenderme de todo eso, me protege, porque sabe que me irrita, que incrementa mi fobia social, que me hace sufrir: ¡es todo tan vulgar y antiestético, tan primitivo y ridículo!. Sin embargo, este año, he querido sorprenderla acompañándola. Sé lo importante que es para ella. Y todo sucedió de un modo inesperado, dulce, apacible. Fue un día luminoso, de sol muy dorado, de suave viento sur. Recorrimos cementerios y repartimos manojos de flores por todos los lugares en donde quedan restos de familiares y amigos. Comimos en un chino y caminamos frente al mar. Y me sentí bien. Ése fue el principio, ya digo. El día de difuntos. Desde entonces, me he dado cuenta de que puedo ocuparme de los recuerdos sin sentirme tan incómodo. Y he hecho algo que siempre postergaba: he sacado de sus cajas de lata las viejas películas de ocho milímetros de mi padre. Las he proyectado con el legendario "Eumig", de tableteo estruendoso. Y me he puesto a grabarlas con mi cámara digital, para salvarlas de la desintegración alarmante del celuloide. Lo malo es que, cuando apenas había hecho eso con una docena de ellas, se ha fundido la lámpara. A ver de dónde saco yo ahora una pieza de museo como ésa. Creí que iba a ser emocionante volver a ver, en movimiento, ante mis ojos, en el salón de casa, a mis abuelos, a mis tíos, a mi padre (sobre todo). Allí estaban, tan jóvenes, gesticulando ante la cámara un poco envarados, con la costumbre de posar para las fotos, sin apenas desplazarse, con un aire ya un poco antiguo entonces, un poco fúnebre, como si presintiesen esta proyección de ahora, esta danza fantasmagórica en blanco y negro. Y no he sentido ninguna de las emociones que imaginé. Ninguna. Lo único que he sentido es una perplejidad extraordinaria. Les he mirado, una y otra vez, desconcertado. Me han parecido seres anónimos. "Es como si fueran extraños", me he dicho. Yo mismo, a diferentes edades, me he visto como a un desconocido. Recuerdo haber teorizado a menudo: somos sucesivos, vamos siendo, no somos uno de una vez para siempre. Miro el fotograma que ilustra estas líneas y sé que no soy yo, sino el niño que yo fuí hace la friolera de cincuenta años. Pero una cosa es teorizar y otra toparte, de bruces, con el puto río de Heráclito salido de una lata rotulada "Sitges". Inundación. Temblores de noviembre. El otoño. Perdón por la tristeza.