jueves, 6 de noviembre de 2008

Ya está


Ya está. Calma. Ya no contenemos la respiración. El mundo ha suspirado y el aire parece más limpio. Ahora, manos a la obra. Cuanto antes. Juntos. No sólo ocho, ni veinte.

Volviendo del trabajo, noche cerrada, la lluvia era un derroche de alfileres de luz precipitándose contra el parabrisas. Los faros incendiaban la extraña cortina y, en el asfalto, fugazmente, iba viendo muchedumbres de ranas aplastadas por las ruedas de quienes pasaron antes. Imposible esquivarlas. No quería mirarlas. Sin embargo, la imagen permanece adherida a mi memoria y tiene ese halo inquietante de las pesadillas. Ranas despanzurradas, algunas aún moviéndose imperceptiblemente. Ranas que saltan entre los cadáveres de sus compañeras, acuciadas por mi aproximación vertiginosa, logrando a veces ponerse a salvo en la cuneta de enfrente. No puedo despegármelas de la mente, ni tecleándolas en este sitio, así, como sacudiéndomelas de mis dedos. Cada año, en estas fechas, me desazona encontrar la misma ciega inmolación: miles de ranas impelidas por una fuerza misteriosa, antigua, anterior al trazado de la carretera que cruza la vega, que la parte en dos. Luego, mientras cenaba, no he dejado de acordarme de la ranita de Volta, la pobre criatura sacrificada para verificar el funcionamiento de la pila eléctrica, una y otra vez, a manos de miles de bachilleres, por todo el planeta. Nunca había considerado que lo nuestro con las simpáticas ranas es un caso de inexplicable ensañamiento. Leí hace un tiempo que quedan poquísimas, muchas menos de las que tenía que haber. No me extraña.

Ana me mira y me inunda de paz con sólo eso. Esa mirada suya: mi casa. Ha sido un día duro, pero termina bien. Al fin a salvo, a buen recaudo, abandonado al abrigo de ese puerto.