martes, 4 de noviembre de 2008

Diluvio















Toda la noche ha sonado la lluvia en el tambor del tejado, monótona, desesperada. Por la mañana, amenazante, el cielo pedregoso enmudecía a los pájaros. El viento del norte llegaba racheado, cortando hasta los huesos, formando remolinos con las hojas del otoño que tapizan ya el jardín. Menta ha encontrado un membrillo redondo, dorado, como una pelota perfecta para jugar un rato, y lo pone a mis pies. Siempre caigo en la trampa. Me mira, anhelante, con esos ojos de color caramelo. Juego. Jugamos. No hay forma de parar. Siempre quiere más. Me trae, al final, el fruto hecho trizas y, al arrojarlo, se me rompe en varios trozos que salen disparados en todas direcciones. Se queda perpleja. Los mira. Me mira. No sabe hacia dónde correr. Me la llevo hasta el abrevadero y se atraca de agua, tal vez para despegarse del paladar esa aspereza agria del membrillo. La veo trotar y pienso, pobrecilla, no sabe que el tumor le crece dentro como un hongo venenoso. Nos lo dijo hace unos días Pablo. Y, también, que hay que operarla. No es que no confíe en Pablo, pero no paro de pensar que es espantoso empezar a trocearla, como a una persona. No sé si no sería mejor no tocarlo, no arriesgarnos a despertar esa cosa maligna, teniendo en cuenta que son ya doce años, que doce años es mucha edad para un pastor alemán y, total, para qué hacerla sufrir a fin de cuentas. Pienso, una y otra vez, que a Menta no la torturaremos: mi perra tendrá el privilegio que se nos niega a los seres humanos. A saber: vivirá hasta morir, arropada por nuestro afecto, cuidada en sus achaques, aliviada en sus dolores y, cuando ya no pueda más, cuando ya nadie pueda más, cuando ya no se pueda, Pablo la dormirá y la estaré acariciando mientras sueña con huesitos blandísimos sin saber que se va. La lluvia me cala de melancolía. Al ir al trabajo, he encontrado carreteras cortadas por balsas como mares.

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