miércoles, 3 de diciembre de 2008

Callos



















El domingo celebramos el cumpleaños de Luisa. Nos reunimos en el "txoko" de casa (un espacio habilitado, en la planta baja, exclusivamente para juntarse a comer. Con cocina, comedor y aseo. Algo común en muchas viviendas vascas. Fijación oral. Cosas de nuestro proverbial culto a la andorga. Materia, entre otras singularidades menos simpáticas, para el psicoanálisis colectivo). Y dimos cuenta, como plato fuerte, de una inmensa cazuela de callos. Aún ahora, al teclearlo, estoy a punto de ahogarme en mis propias babas. Lo chocante es que, esa cumbre de la gastronomía mundial, había sido trabajosamente elaborada por la propia homenajeada, en un laborioso proceso de varios días de duración que comenzó, hace una semana, con la visita al carnicero del barrio, a la búsqueda del género más fresco. "Ella disfruta haciéndolo", solemos decirnos. Pero también, estoy seguro, aunque lo callemos, todos pensamos que no es trabajo ya para su edad. Y ella pensará, seguramente, que el día en que no pueda hacer unos callos, apaga y vámonos. Así es que, en ese delicado equilibrio de silencios y sobreentendidos, seguimos chupándonos los dedos un año más. Y ella nos mira comer embobada, sin poder quitarse de los labios la sonrisa, entre incrédula y halagada, ante nuestras sinceras alabanzas: "están en su punto, Luisa, mejor que nunca". Porque Luisa es una mujer que nunca se acaba de creer lo buena que es queriendo, lo bien que le sale eso, de puro natural que lo ve todo, sin encontrarle el mérito al asunto. Le he sacado varias fotos con ese mohín suyo, pensando en lo triste que resulta sacarle fotos a alguien mientras piensas en lo triste que será verlas cuando ella no esté. Mi melancolía es autónoma, no puedo frenarla. Pido disculpas. Llovía a mares (lo alego como atenuante), en uno de los días más fríos y oscuros que recuerdo. Pero nosotros, a la mesa, nos sentíamos luminosos, con esa luz de los domingos infantiles, felices de la autenticidad, la sencillez y la emoción de estar juntos, comulgando una humilde cazuela de callos. Luisa es la madre de Ana y cumplía setenta y ocho años. Comete el sacrilegio de ponerle un poco de tomate a la salsa vizcaína, pero el milagro final es que ni se nota. Y sí, la quiero.

4 comentarios:

Toy folloso dijo...

Majestuoso.
Algo tendrá que ver con el escasísimo número de yernos que amamos a la suegra....

Miranda dijo...

Qué bello, Ernesto.

Oye, eso de la salsa...en realidad se hace mucho, sobre todo con los callos, el tomate tiene ese punto dulce que les macera aún más y así la salsa no se acidula.
Qué suerte!

Que tiempo más raro verdad?
Yo estoy encantada, claro, pero reconozco que la cosa es para cansar a los que les gusta el sol y la luz.

Beso.

M.

Anónimo dijo...

muy bonito.
Me imagino que Luisa siempre ha sido Lusita. La quiero

Ernesto Castro dijo...

Sí, sí. Se trata de "Luisita", claro, efectivamente. Pero tú, "Anónimo", ¿quién eres?. (No veas lo intrigado que me dejas, haciendo cábalas...)

Y sí, "Toy folloso" (joder, qué pseudo más feo, te lo digo con todo respeto), me hago cargo: somos sólo unos pocos, pero es que suegras así hay poquísimas...

Lo siento, Miranda. Te pongas como te pongas, la salsa vizcaína NO lleva tomate. En esto soy intransigente. Ya sé que se usa mucho, pero ¿es realmente salsa vizcaína el aguachirri resultante?. Yo digo que no. (¡Jo!, me fastidia tenerte que llevar la contraria, con lo que me gusta compartir mirada contigo, criatura, que es ya una costumbre gozosa).